Así viví el M16

m16

Eran cerca de las tres de la tarde cuando el cielo desató la tormenta sobre la ciudad. El tráfico era denso para entrar al centro histórico, me preocupaba que el viento y  granizo que chocaban contra el parabrisas hicieran que los que ya estaban en la Plaza de la Constitución desistieran. Incluso a mi me hizo dudar, pero intuí que la certera necesidad de un cambio podría más que unas cuantas gotas de lluvia. Tuve que rodear varias calles para encontrar un estacionamiento que aun tuviera espacios disponibles. Una hora después, logré estacionar mi auto a varias cuadras de la plaza y, con carteles en mano, emprendimos el trayecto. Ya había escampado, las aceras estaban bañadas con el matiz dramático que deja una tormenta al pasar, era hermoso. Avanzamos una cuadra desde el estacionamiento y nos encontramos con varias personas que se dirigían al mismo destino. Me fascinó la diversidad de los grupos que avanzaban a nuestro lado. Cuando llegamos a la quinta calle una sensación abrumadora me erizó el cuerpo: la fuerza sonora de la multitud. Pude ver estudiantes, ancianos, niños, parejas y familias enteras, parados con la mirada apuntando hacia Palacio Nacional para exigir una renovación de nuestro sistema político, todos estamos cansados de la corrupción.

A pesar de que los motivos que nos tenían allí reunidos no eran agradables, el ambiente si lo era. Saludé a varios amigos artistas que, con una sonrisa, bajaron sus carteles para estrecharme la mano. Me alegró ver tantas personas, todas con el afán de construir un mejor país. Entendimos que juntos somos una fuerza imparable, dejamos la indiferencia y los miedos guardados en el baúl de las últimas dos décadas, salimos a la calle tomados de la mano para poner un alto a las prácticas que nos habían estado destruyendo. La historia nos ha dejado varias lecciones,  también sabemos que un mejor mundo no se construye por las armas ni la violencia, somos una nueva generación y tenemos otras herramientas para crear cambios.  Entendí las sabias palabras del Quijote: “Cambiar el mundo, amigo Sancho, que no es locura, ni utopía, sino justicia”. Esta es una oportunidad para generar nuevas oportunidades y no solo se trata de la “R” o el caso de la Línea, debemos modificar nuestras prácticas como miembros de la sociedad, olvidémonos de la indiferencia y apuntemos por la cultura. Quizá los cambios tarden varias décadas en manifestarse de forma evidente, pero tengo la certeza que este #M16 dimos otro gran paso.

5 a.m.

Aquella mañana me levanté de la cama cuando el alba aún no despuntaba. Viejo y cansado, tomé una ducha caliente. Al terminar con mi aseo personal, me senté en la mesa,  engullí el desayuno y salí a la calle. Los primeros rayos de sol alumbraban los sucios adoquines del barrio. Mi viejo automóvil estaba aparcado a un par de cuadras, caminé un solitario tramo hasta llegar a la portezuela del Nissan 89. Me tomó varios minutos abrir el auto; la cerradura estaba severamente dañada desde hacía dos semanas cuando un cocainómano intentó abrirlo. Asumí que aquel hombre buscaba un lugar resguardado para drogarse, porque no existía nada dentro de esa vieja carcacha que alguien pudiera desear. Encendí el motor y emitió el lamento de un ser herido y con ganas de jubilarse de la existencia. Atravesé las calles del barrio, aun en solitario. El reloj anunciaba las 6:45 am, sin embargo, parecía que la ciudad seguía oculta en un profundo letargo. Después de avanzar un par de kilómetros, me pareció intrigante la ausencia de rastros de vida en las calles. No había nada de movimiento, parecía una de esas películas de terror que tanto me gustan.

Al llegar a la oficina, las puertas estaban abiertas y pude entrar sin tener que saludar a nadie. La recepción estaba vacía así que me dirigí directamente a la cafetería. Preparé una taza de café bien cargado, me senté frente a la ventana y disfruté la soledad. Esperé que el reloj marcara las 8:00 am para dirigirme a mí puesto de trabajo, me senté en el escritorio y encendí el ordenador. Después de  un par de horas, el silencio que albergaba la habitación comenzó a lastimar mis oídos. Decidí poner música, busqué una lista de reproducción que incluyera Wagner y terminé de llenar unos formularios al compás de las Valquirias. Mi trabajo consistía en vender seguros de vida por teléfono. Era sencillo, solo tenía que exponer a los potenciales clientes los riesgos que implicaba estar vivo y cómo su ausencia podría generar terribles problemas a sus familias. Casi siempre mordían el anzuelo y adquirían un seguro que, en el mejor de los casos, olvidaban terminar de pagar. Empecé a llamar a los números telefónicos de la lista que tenía sobre el escritorio, pasé todo el día intentando contactar clientes pero nadie respondió. Dadas las condiciones tan ambiguas de mi situación laboral, me di el lujo de salir cinco minutos antes del horario habitual. Caminé a mi auto, fue fácil entrar porque desde la mañana había dejado las ventanas abiertas para poder abrirlo. Emprendí el regreso a casa, no me animé a tomar algún atajo a pesar de que las calles se mantenían desiertas. Al llegar a casa, me quité los incómodos mocasines y me serví una cerveza fría. Busqué en una de las habitaciones mi vieja caja de herramientas. Escudriné entre los viejos destornilladores y encontré lo que buscaba, una gruesa soga. Como mejor pude, até un nudo corredizo en la soga y la aseguré al techo de mi casa. Busqué una silla de la cocina y me deleité un par de minutos con los suaves acordes de Mozart. Coloqué la silla bajo la soga, introduje mi cabeza en el ovalo que formaba el nudo que había hecho. Empujé la silla y pude observar cómo mis pies se balanceaban sobre el suelo. Silencio.

El despertador suena, me levanto de la cama. La soga que usé anoche cuelga intacta en la viga. Me dirijo al trabajo, las calles siguen desiertas. Parece otro hermoso día para morir.

Ladrón de palabras

Aquel hombre tenía la firme convicción de robarse todas las palabras existentes; estaba dispuesto a borrar la memoria impresa de la humanidad, eliminar cualquier indicio de un código escrito. Él ambicionaba ser recordado con aquel poema que un editor catalogó como basura. Se había propuesto como objetivo ser el único humano capaz de producir palabras, en esa condición, los demás le rendirían admiración y culto. Una mañana, ascendió al poder absoluto gracias a su aterradora capacidad de intriga. Al sentarse en la poltrona, ordenó quemar cada biblioteca existente; luego, asesinó a todas cada uno de los creadores de palabras. Diseñó una campaña masiva en contra de la lectura, para lo mismo, utilizó un sistema icónico rudimentario  que cada humano podía entender. Con el tiempo, la humanidad olvidó como se escribían las palabras. Únicamente quedaron caracteres indescifrables en su memoria. Logró construir mundo oscuro sin escritores, versos o poetas. Después de alcanzar ese estadio,  aquel iluminado del poder decidió hacer un recital de poesía. Antes de asesinar a todos sus fieles ministros, les ordenó convocar a la masa de borregos en plaza central. Aquella noche, la multitud en pleno llegó empujada por los precarios íconos que los alimentaban diariamente, cual animales amaestrados. El hombre se anunció como el inventor de la palabra, carraspeó, y comenzó a leer aquel viejo poema que lo había determinado hasta el poder absoluto. La multitud no comprendió lo que el supremo hombre balbuceaba. El pánico cundió entre la audiencia al oír aquellos estridentes  sonidos. Por lo que impelidos por el miedo, lo atacaron hasta darle muerte. Nadie pudo escuchar las últimas palabras mientras caían al suelo.